Perspectiva como estudiante de empresa privada
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¿Cuál es la historia de nuestro emprendimiento turístico familiar?
Mi abuelo, el profesor, es un viajero apasionado que a sus 65 años decidió dejar la ciudad e irse a la costa de Guerrero a construir (literalmente) un sueño.
La primera vez que pisó Zihuatanejo, hace más de 50 años, no era más que un pueblo de pescadores con un carisma único, como lo describe en las anécdotas que he escuchado desde niña.
Cuando conoció Playa Blanca, supo que había llegado al paraíso
En ese tiempo, la única forma de llegar era a pie, cruzando los esteros con los pantalones remangados a las rodillas y cargando sus “chivas” (equipaje) por encima de la cabeza, con el peligro constante de poder toparse con un cocodrilo.
“Cuando escuché las olas del mar incluso a kilómetros, sentí algo especial, lo supe, supe que ese sería el lugar para algo”.
Y así, el profesor, construyó, gracias a la inversión de su socio, un complejo de 14 cabañas en Playa Blanca, un sitio prístino, completamente virgen en aquel entonces.
Estar ahí era como viajar en el tiempo a un lugar donde no existía la civilización, experimentando un contacto profundo con la naturaleza.
Mi abuelo soñaba con mejorar la calidad de vida de los pobladores y consolidar una cooperativa de productores y pescadores. Además, visualizaba una zona habitacional para la comunidad con condiciones dignas, espacios recreativos y, por supuesto, como buen profesor, una escuela.
En las huellas del abuelo
Pasaron los años y nada cuajó. El emprendimiento turístico no despegó y el complejo de cabañas se vino abajo. Lo que había sonado como una excelente idea se fue olvidando, poco a poco. Y así, en 2019, el complejo se encontraba en un estado deplorable, incapaz de generar flujo y cayéndose a pedazos. La administración había pasado a la segunda y luego a la tercera generación, de la que yo formo parte.
Resultó que la pandemia me llevó, como a muchos, por un camino que jamás había imaginado. El año pasado, las circunstancias me trajeron a Playa Blanca y conocí a Carolina, una mujer con la que descubrí tenía bastantes cosas en común. Una de ellas muy curiosa: un pareo peculiar que ambas adquirimos en Brasil, motivo de nuestra primera conversación.
Tuvimos una larga charla sobre mi sueño para el lugar. Sobre el deseo de involucrar a la comunidad, producir nuestros alimentos de manera sostenible, usar tecnologías limpias y atraer a viajeros responsables. En pocas palabras, que este negocio familiar sirviera como una herramienta de empoderamiento y desarrollo comunitario. Carolina me recomendó que le echara un ojo a la Maestría en Turismo Sostenible de la Universidad el Medio Ambiente y así convertirlo en un emprendimiento turístico sostenible.
La maestría de observar, diseñar, emprender y evaluar
Y así fue como descubrí que las ideas que me rondaban la cabeza día y noche tenían nombre, eran motivo de estudio y se impartían en un lugar que comulgaba con mi ideología y mis valores. Me pareció fascinante que un plan de estudios incluyera cuestiones como cosmovisiones indígenas, potencial de destino, auto observación y codiseño. Y decidí que sí o sí tenía que andar aquel camino para convertir el sueño de mi abuelo en un emprendimiento turístico sostenible exitoso.
En los meses que llevo en la maestría, he aprendido a utilizar herramientas como la mirada apreciativa y la escucha activa para identificar el potencial que alberga el lugar. Me he vuelto consciente de la importancia de darle el tiempo necesario a los procesos y abarcarlo desde una perspectiva sistémica para evitar intervenciones colonialistas que llevan al deterioro de la comunidad y agravan las problemáticas socioambientales que ya existen.
Sé que hablo desde una postura privilegiada; por ello dedico mis esfuerzos a que el modelo de negocios (seminario que tomamos durante la maestría) contemple algunas de las múltiples problemáticas socioambientales de la región y al desarrollo de un turismo biocultural.
Una agente de cambio se sensibiliza
Este tiempo en Playa Blanca me ha llevado a comprender por qué mi abuelo amaba este lugar. Su naturaleza, sus colores y su gente me han cautivado por completo. Este lugar es magia y si bien representó renunciar a la vida que siempre pensé tener, me ha permitido vivir momentos que nunca hubiera imaginado. Instantes como sentir una dicha indescriptible en el pecho al bajar a ver el atardecer con los niños de la comunidad mientras sus risas se funden con el murmullo del mar.
No sólo fue un amor heredado, sino un respeto que superó el tiempo y el espacio. Ahora sé que hay mucho más, más allá de ese horizonte. Las puestas de sol como las oportunidades: jamás se repite una igual.
Villas Malaki, nuestro sueño compartido.
Nota escrita por: Naomi Garciamoreno, Directora de Villas Malaki. Estudiante de la Maestría en Turismo Sostenible de la Universidad del Medio Ambiente
“Las opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad del autor y pueden no coincidir con las de la Universidad del Medio Ambiente”